Saturday, April 22, 2006

El escobero

Es difícil ser humilde. Uno puede entregarse a la voluntad de alguien que ama pero eso no significa mas que vanidad, tal como declamaba el Rey Salomón. Uno puede escribir la obra de su vida, entregar todos sus bienes, pero eso no es nada, no lo hace nada especial, mas bien, es el resultado de muchas lecturas de los libros sagrados, o el ensimismamiento de una visión de total desprendimiento. Eso es lo que pensaba cuando vino un señor al medio día a mi centro laboral a ofrecerme, como todos los sábados a la misma hora y durante mas de veinte años, una escoba, un recogedor y artículos para la limpieza. Nunca le había comprado, pero esta vez le hice pasar, estaba con ganas de hacer algo fuera de lo cotidiano, así que lo llamé y le hice algunas preguntas acerca del tiempo en que trabajaba, el motivo por el cual lo hacía, etc. Extrañamente no respondió una sola de mis preguntas, mas bien me preguntó si iba a comprarle una escoba. Le dije que sí. Me dio su escoba, le pagué, y luego, salió por la puerta de mi local vociferando su rutinario canto de cada fin de semana, a la misma hora. Y allí estaba la escoba que durante mas de veinte años estuvo esperándome. Le miré: sus hebras eran negras, su bastión era de madera blanca, y estaba pintada o recubierta con pintura amarilla. La volví a mirar y me sentí con ganas de barrer todo mi local. Y así la pasé durante el resto de la tarde. Luego, cerré mi local y no sé por qué, me llevé la escoba en la mano, rumbo hacia mi casita. Apenas entré, vi que toda mi casa estaba sucia. Me puse a barrerla durante toda la noche hasta que quedó limpia. Extrañamente no tenía sueño, así que, salí a la calle y me puse a barre la vereda de la entrada de mi casa, y luego, sentí ganas de barrer el resto de las veredas de todas las casas vecinas... Todos los vecinos me miraban, preguntándose qué era lo que me ocurría. Dentro de mi, mientras barría, me reía de ellos. Lo hacía porque lo hacía. No había razón. Y así la pasé, barriendo casi todo el barrio de mi casa, luego, vi que las demás calles estaban mas sucias que las mías. Y decidí barrerlas. Han pasado los meses, luego los años, los días, las escobas, y yo, aún continuo barriendo las calles... Nunca he retornado a mi casa, mas bien, me he alejado de mi ciudad, pues mientras barro, recibo como propina unas monedas que me sirven para alimentarme. Duermo en un auspicio de indigentes, y no paso grande problemas... Me he alejado tanto de mi ciudad que no sé en dónde estoy, y eso me alegra, pues me he olvidado de mi nombre, de quien era, de todo... Tan solo barro las calles por un poco de comida y un lugar para dormir. Puede que esté loco, pero puede que al fin halla entendido que no hay un sentido en la vida mas que el que sientes que es el tuyo, en mi caso, la escoba y la suciedad de todo este planeta...


San isidro, abril del 2006

El pasajero

Junto a la puerta de aquella casa, se puso a pensar en si debería o no debería tocar la puerta. Retrocedió unos pasos y sintió ganas de volver al inicio de esta historia…

Fue en el trayecto hacia su oficina cuando, sentado en la misma banca del bus con una joven madre, ella se puso a conversarle acerca del precio de la vida, de lo difícil que era educar a su hijo cuando se es divorciada y joven, de las miradas que tiene que soportar cuando entra a la guardería y deja a su hijo, de los ojos de los compañeros de trabajo cuando llega y cuando sale, como si ser divorciada y joven fuera sinónimo de mujerzuela. Todas estas cosas y más en el transcurso del viaje que le llevaba a su trabajo. Y cuando faltaba poco para bajar del bus, la joven mujer tuvo un pequeño desvarío. Luego, la mujer se desmayó en los brazos del joven. Los ojos de todos los que estaban sentados y parados en el bus le miraron como si él hubiera sido el causante de aquel accidente. ¡Llévela a la ambulancia!, ¡Chofer, deténgase que hay una mujer desmayada!, se escuchó en todo el bus. Y el no podía creer lo que sucedía, peor aún, pues tuvo que coger al bebé y tomarlo en sus brazos, al mismo tiempo que cogía a la joven madre. El bus se detuvo y, casi a la fuerza, todos los viajantes lo hicieron bajar. Ya en la vereda, con la mujer sentada en una banca y el bebé en sus brazos, pidió ayuda a una señora para que llamara a una ambulancia. Tuvo suerte, pero, aún tenía al niño. Cuando llegó la ambulancia les explicó que él no era nada de la señora ni del bebé. Así que por favor háganse cargo de la mujer y del bebé, dijo. Lo siento señor, pero, esta señora está en coma, y quizá pueda morir, tiene que acompañarnos, es imprescindible que usted, como testigo del accidente, esté un momento con nosotros, y peor aún hoy día en que hay huelga de todos los doctores de la ciudad… El hombre se resignó y acompañó a la mujer y al niño dentro de la ambulancia. Cuando llegaron tuvo que llenar un informe en donde él explicaba con detalle y puntos, todo lo que le había ocurrido. Ya estaba por irse cuando le explicaron que la mujer había fallecido, y el bebé estaba con una fiebre altísima, y quizá, le sigua los pasos a su madre. Pero, dijo el hombre, ¿no tiene algún documento, un dato para llamar a sus familiares? Si, hemos encontrado unos documentos, pero, no tenemos más que una dirección, ni siquiera sabemos el nombre de la señora ni el bebé. El hombre miró su reloj, y pensó en que ya era demasiado tarde para ir, así que, pensó que, como había conocido al menos unos minutos a esta mujer, debería ayudarla en encontrar a sus familiares. Está bien, les dijo a los enfermeros, iré a buscar a sus familiares en aquella dirección. Los tres chicos sonrieron, y, casi como un mago, uno de ellos le entregó una carta en donde estaba escrito un nombre de un tal J. X. Borja y familia, nada más. Abrió la carta y leyó su contenido, era ella, la muerta parecía haber escrito a esta persona que se iba a matar, se iba a envenenar ella y su bebé. El hombre pudo entender mejor. Puso la carta en su bolsillo y fue rumbo hacia aquella dirección que no estaba tan lejos como imaginaba… Salió de la posta médica y tomó un bus que lo llevaría a la dirección que decía la carta. Mientras viajaba se puso a pensar en las locuras que ocurren en la vida de las personas, lo frágiles que somos como para no ver más allá de nuestros problemas. La muerta era joven y bella, y no se lo explicaba, pero, una mujer es así de sorprendente. Recordó una novela de Joseph Roth, titulado: “El triunfo de la belleza”, y pudo entender mas ese fenómeno que es una mujer. Miraba a todas las mujeres que estaban en el bus y tuvo miedo. No vaya a suceder otra cosa por el estilo, pensó. Ante este pensamiento se puso lo más lejos de todas las mujeres que a esa hora del día salían a llenar sus canastos con la comida del día. Miró su reloj y vio que aún no pasaba del medio día. Vio la zona que tenía la carta y bajó del bus. Es mejor caminar un poco, eso le hace bien a mi salud, ya que, todo el santo día la pasó sentado en la oficina esperando a que entren los estudiantes y pidan uno de los libros que administro… Nuestro hombre era el bibliotecario de la ciudad, en un puesto humilde y sencillo, pues era ayudante del bibliotecario general, además, era un puesto de tres meses, pues el verdadero, el ayudante principal, había caído enfermo y tenía permiso por tres meses. Así fue como cayó nuestro hombre en este puesto de trabajo temporal. Mientras caminaba vio una banca en el centro de un parque. El medio día estaba dorado. Las aves revoloteaban por los árboles. Una brisa cálida le abofeteó el rostro de nuestro hombre, como diciéndole que se tomara un descanso, que se relajase, y que disfrutara de lo que la naturaleza obsequiaba a quien pudiera parar, detener este tren sin descanso que todos los hombre atados a una fuerza invisible pero eficaz llamado moral. Se detuvo y fue caminando hacia la banca. Se sentó. Se quitó el saco y con los ojos cerrados se puso a mirar el Sol. Era toda una tarde hermosa. Cerró los ojos y sin saben como, se quedó dormido por horas… Cuando despertó, todo estaba oscuro. Era de noche. Los árboles parecían ser sombras de gigantes, las aves habían enmudecido y se sentía sus miradas inquisidora por nuestro hombre. Se paró y recordó la carta, la dirección. Caminó directo y raudo hacia la casa de este señor. En un instante se perdió, pues, los números de la calle no coincidían. Una y otra vez retrocedió y, efectivamente, era la calle pero no estaba el número. Lo habré soñado, pensó. Vio que un hombre sacaba la basura a la calle y se le acercó con cautela para preguntar por el nombre que estaba escrito en la carta. Le preguntó y el tipo le dijo que esa casa estaba en la otra cara de la ciudad, que existía la calle, que tenía el mismo nombre, pero esta calle estaba en otra zona. Apuntó la zona y tuvo que tomar otro bus que lo llevara. En el bus, nuevamente vio a mujeres, con sus esposos e hijos, y, no sabía por qué sentía sus miradas acusadoras… Cerró los ojos y, nuevamente, se quedó dormido. Cuando los abrió, ya se había pasado de la zona. Tuvo que bajar, pero esta vez se puso a caminar por las calles pues no estaba tan lejos. Y mientras se acercaba vio a un grupo de enanitos que parecían haber salido de un circo. Se le acercaron y le preguntaron por su nombre. Como no quiso darles su nombre, escogió el nombre del hombre de la carta. De pronto, todos los enanos callaron, y se dieron media vuelta. Quizá le conocen y es un hombre muy malo, pensó. Continuó caminando hasta llegar a la calle que estaba escrito en la carta. Vio luces encendidas y encontró la casa. Se acercó y tocó la puerta. Salió un anciano junto a una anciana. Nuestro hombre preguntó por el nombre de la carta. Es mi hijo, dijo el anciano. Y, disculpe, dijo nuestro buen hombre, ¿puedo verle, es muy importante? Bueno, eso parece difícil puesto que hace un mes que ha fallecido… Pero, si tiene algo que decirle puede decírnoslo a nosotros que somos sus padres, ¿no le parece? Nuestro hombre le contó todo, y luego de terminar, se hizo un silencio, como si hicieran homenaje de un minuto de silencio por todos los caídos. Bueno, dijo el anciano, ¿por qué, mejor no nos deja la carta a nosotros? Iba a hacerlo, pero este hombre recordó el rostro de la mujer y del niño, y dijo que no la había traído, y que mañana la traería, sin falta. Y con esto se despidió de la casa de los dos ancianos. Ya estaba por volver cuando la luz del nuevo día le llegó, volvió a escuchar el canto de la avecillas como si fuera un grito de alegría universal, vio los árboles balanceándose como gigantes sin piernas, sintió el brillo del Sol que se asomaba y bañaba su rostro de alegría y tuvo ganas de llorar, y no por él, sino por esta locura llamaba vida, algo tan extraño como esta historia…

Así que regresó sobre sus pasos y allí estaba, en la puerta de estos ancianos, con la carta en sus manos, cuando sintió no entregar la carta a nadie, guardársela, leerla mil veces como si fuera tan solo para él, como si fuera el amor que tanto estaba esperando… Retrocedió y regresó hacia su hogar. Y mientras viajaba en el bus vio a mujeres y hombres, y sintió que todos ellos asentían su decisión… Sonrió como un niño y volvió a cerrar los ojos en el asiento del bus, hasta quedar dormido con una carta en la mano…

San isidro, abril del 2006