Wednesday, September 07, 2005

El final

Estaba por ponerle punto final a mi historia cuando se me terminó la tinta de mi último lapicero que tenía en todo mi cuarto. Pensé en dejarlo así, es decir, dejar el texto para después cuando recordé un viejo refrán que decía que no debo dejar para mañana lo que pueda hacer ahora. Me quedé con la mirada frente a todas las miles de hojas escritas, y supe que debía, en ese momento, terminar la historia, mi última novela... Ya serían pasadas la media noche, y yo vivía solo en un cuarto, en el último piso de un edificio ocupado por no más de ocho familias, cuando tuve que vestirme y salir hacia afuera y tocar, de puerta en puerta, las casas de todos viejos vecinos. No tuve suerte pues, todos me dijeron casi, casi lo mismo: que no era hora para despertarlos, que mañana me buscarían mil lapiceros, en fin... me dijeron que no y no y no. Miré la puerta de salida del edificio y, dudando y dudando y dudando como respirando, no sé si mucho o poco, pero decidí salir a la calle en busca de un bendito lapicero cargado de tinta con el que pudiera terminar mi última novela...Era extraño caminar por la calle sin mucha gente y con la noche mas oscura que había percibido en mi vida, pero allí estaba, forrado con dos chompas, chalina, zapatillas y unos billetes como para comprarme mil lapiceros. Fue curioso pues al primero que vi en la calle fue a un tipo que estaba corriendo por el parque, es decir, estaba haciendo ejercicios, le seguí, y casi con el corazón que se me salía le dije, estúpidamente por supuesto, si tenía por gran casualidad un lapicero, un lápiz, una tiza, lo que sea para escribir... No, me dijo. Paré, pero no me di por vencido, y el segundo personaje que encontré fue un policía, le pedí un lapicero, es más, le rogué si podía venderme su lapicero, pues, para suerte mía tenía uno, justo, justo prendido en la orejota derecha, pues el tombo sí que era grande y orejón como un elefante, para mi desgraciada suerte me dijo que no, que aquel material era el único que tenía, y, que me imaginase si pasaba un atentando, un accidente, una desgracia… con qué escribiría la hora y el lugar del delictivo suceso. Tenía razón, y, mal que bien, me di la vuelta en busca de otro personaje... Me encontré con ladrones, prostitutas, fumones, niños delincuentes, mendigos, gatos, perros, basura andante, etc. Y, a cada uno le pedí lo mismo, y todos respondieron lo mismo, es decir, que no. Ya casi amanecía cuando casi, casi me daba por vencido y pensaba en irme a la casa a dormir y... dejar para mas tarde la conclusión de mi último texto, aquella palabra, aquella palabrota comenzó a sonar como si fueran esas campanas provenientes de alguna iglesia perdida, diciéndome que no dejara para mañana lo que pudie.... Me sentí arrinconado como si tuviera el filo de una espada en la garganta, así que pensé y pensé y decidí ir hacia la tienda más cercana y esperar a que abriera para comprar mil benditos lapiceros. Mientras esperaba, pensaba en lo tonto que fui al no comprarme una máquina de escribir, una computadora, y pensé en lo tonto que fui en comprarme durante toda mi vida de escritor lapiceros y lapiceros de la misma marca y del mismo color. No se imaginan la cantidad de lapiceros que he terminado, pero no crean, pues yo siempre fui un hombre precavido, lo malo es que no calculé que esta maravillosa historia que estaba por concluir fuera la mas larga de toda mi vida, imagínense, dos mil quinientas páginas escritas a lo largo de quince meses, catorce días, veinte tres horas, cincuenta dos minutos y cinco segundos, imagínense, y, justo, justo, el lapicero fallido, el duro refrán... en fin, pero todo esto terminaría apenas abrieran la vendita tienda del judío de la esquina. Miré mi reloj y aun faltaba como tres horas para que abriera, pero yo no me movería de aquel lugar sucio y solitario. Claro que sí. De pronto, no sé si fue una casualidad, o que estaba desvariando cuando vi, desde el lugar en que estaba, que desde el cielo llovían hojas y hojas, luego, llovió lapiceros y lapiceros... Es maravilloso, me dije lleno de felicidad. Cogí una cajita de metal que tenía en el bolsillo y lo llené de aquellos increíbles lapiceros que, increíblemente, llovían del cielo... Ya estaba por correr hacia mi casa cuando cesó de llover, y observé tirado por todos lados de la calle a miles de hojas escritas. Cogí una de ella y leí algo que me dejó atónito... Tenía escrita cientos de veces el final de la oración que estaba por escribir en mi última novela. No sé por qué me sentí defraudado, como que alguien ya sabía todo aquello que estaba escribiendo. Miré hacia el cielo y vi que alguien, muy arriba y detrás de todas la algodonadas nubes, se burlaba de toda mi estúpida vida…

Caminé hacia mi cuarto, cogí todas las hojas de mi última novela y las tiré a través de la ventana del último piso del edificio en que vivía… Y no sé por qué sentí que ese era el mejor de todos los finales de todas mis novelas. Miré hacia el cielo y empecé a reírme como un loco…



San isidro, septiembre del 2005