
La casa estaba limpia, y el silencio calmaba mis pensamientos. A través de la ventana, la noche era pura poesía, con sus estrellas y sonidos incesantes. Caminé por toda la casa hasta llegar al jardín de los niños. Ellos dormían plácidamente hasta que la luz de toda la casa se encendió. De una de las puertas del jardín salió el señor. Miró a todos sus hijos y los llamó. Todos corrieron hasta rodearlo como una guirnalda. Los tomó uno por uno y les dio un beso en las mejillas antes de que regresaran a sus cuartos. Eran tantos niños que no pude contarlos.
El señor tomó un saco muy grande, se lo puso al hombro y me llamó. Me pidió que los cuidara, y asentí. Lo vi partir en la noche estrellada mientras cada uno de los niños lo miraba desde las ventanas. "Lo aman", pensé. Apagué todas las luces y seguí caminando por la casa. Fue extraño, porque creí escuchar canciones jamás oídas en el silencio. Me quedé así hasta que noté que ese sonido hermoso venía de los cuartos de los niños. Abrí una puerta y vi que dormían, soñaban, cantaban, respirando una paz profunda. Quise entrar en sus sueños, pero no podía dormir; mi labor era cuidarlos.
Así continué hasta mirar el cielo por la ventana. Una estrella me preguntó: "¿Duermes o sueñas?" "No lo sé", respondí. La noche dijo que escribía un poema. "No lo sé", repetí. Cuando la duda llenaba el universo, sentí que alguien entraba. Traté de acercarme, pero con cada paso mi cuerpo se desvanecía, extendiéndose como escarcha por toda la casa y luego disolviéndose en el espacio. Junto a una estrella, vi al señor mirarme, sonreírme y decir: "Muchas gracias". "De nada", respondí.