
El Evangelio del Hombre-Dios
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Y aconteció que nos sentamos sobre sillas de hierro ennegrecidas, dentro de un salón de mármol resplandeciente.
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Y el silencio cubrió nuestras bocas como un velo, pues delante de nosotros estaba el Hombre-Dios, sentado en su trono negro.
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Cerró los ojos, y su rostro era delgado, y su cabello, oscuro y grasiento. Sus zapatos brillaban como espejos, y su traje era tan negro como las sillas que nos sostenían.
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Y cuando abrió sus ojos, eran pozos profundos de sombra, y ninguno de nosotros respiró.
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Mas el Hombre-Dios no pronunció palabra, sino que se levantó, y caminó entre nosotros.
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Alzó sus manos, y con el aleteo de sus dedos nos atrajo, como el viento que convoca a la brasa encendida.
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Y nuestros cuerpos cayeron como odres vacíos, y postrados quedamos a sus pies.
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Y vino hacia mí, y tomó mi barbilla con sus dedos semejantes a los de la araña.
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Levantó mi rostro hacia el suyo, y me sonrió. Y yo lloré sin saber si de dolor o de gozo, si de angustia o de éxtasis.
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Entonces, de sus huesudas manos sacó un caramelo, negro como la noche sin estrellas.
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Y abrió mis labios, e introdujo aquel dulce en mi boca.
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Y cesó mi llanto, y la dulzura se mezcló con mi saliva, y en mi ser nació una paz que no era de este mundo.
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Luego el Hombre-Dios volvió a su trono, y habló en lengua extraña, como carcajadas largas y cortas, pausadas como el eco de los abismos.
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Y cuando hubo terminado, se levantó y salió del salón.
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Y he aquí que a través de las ventanas vimos un carro negro que lo aguardaba. Subió en él como un hombre cualquiera, pero nosotros sabíamos que era un Hombre-Dios.
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Entonces nos pusimos de pie, y aplaudimos hasta que todas las luces se apagaron.
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Y la oscuridad cubrió el mármol y las sillas, y el salón se tornó del mismo color que sus ojos.
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Y cada uno buscó a tientas la salida, no hacia la luz, sino hacia la sombra que había dejado tras de sí.
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