El Latido en el Microsegundo
Me desperté abrumado en mitad de la noche. Esas cosas de los sueños y los miedos alargan la sed, ya sea de verdad o de mentira; da igual. Me senté frente a la ventana más grande de la casa, en la oscuridad, y aún palpitaba como un pez fuera del agua, atrapado en el recuerdo de un sueño inmortal.
En él, un hombre cualquiera —rostro común, ropa vulgar, estatura pequeña— caminaba cansado. ¿Su nombre? Lo olvidé, como suele ocurrirnos a los que soñamos.
—¿De dónde vienes? —le pregunté.
—Del fondo de todos los tiempos —dijo, y pareció alegrarse, como esos profesores que por fin encuentran a su último alumno.
—Vivo lejos de aquí, pero no en distancia ni en tiempo. Vivo a más de un microsegundo de la vida.
No lo entendí.
—Soy un mercader de hombres y deseo una parte de ti.
—¿Una parte de mí?
—Sí —respondió—. Necesito tu cerebro. Contiene las coordenadas de un cuerpo que está por nacer, destinado a convertirse en un ladrón. No de los que roban cosas para satisfacer anhelos personales, sino algo más.
Mientras pensaba en lo que quería de mí, lo miré fijamente. Sus ojos comenzaron a agrandarse como pecados dentro de una pecera. Su cabello cambió de color, volviéndose rubio y rizado, más corto. Pequeños bigotes, dientes muy blancos. *No fuma*, pensé. Él sonrió al escuchar mis pensamientos.
¿Mi cerebro?
De pronto, me transporté a una especie de sala de operaciones. Estaba rodeado de gente desnuda, con ojos intensos en sus rostros. Todos eran hombres jóvenes, rubios, de facciones idénticas. Quise hablar, pero no pude. Solo escuché la voz del hombre de antes:
—¿Tiene un deseo antes de la operación?
—¿Uno? —pensé, sin poder articular palabra.
—Solo uno —dijo otra voz, que brotaba desde más allá de las luces. Noté entonces que arriba de aquellos seres había más gente, vestida con algo que parecía algodón o espuma, cubriendo sus cuerpos largos y extraños.
¡Quiero conservar mi corazón! —quise gritar, y lo hice con el pensamiento.
Hubo un silencio en aquella sala redonda, pequeña, iluminada por luces suaves pero claras.
—Solo necesitamos su cerebro —dijo la segunda voz, que pertenecía a un hombre alto, apenas una silueta adornada con espuma, ubicado en lo más alto del lugar—. Lo demás es suyo. No somos dioses. Somos hombres de un microsegundo más allá de la vida.
Y, al decirlo, todas las luces se apagaron. Me sentí solo, un punto más en la oscuridad. Podía respirar, y lo hice con suavidad, como remando en un mar negro.
De pronto, escuché voces. Las luces volvieron. Quise abrir los ojos y moverme, pero no pude. Unas manos me tomaron y me llevaron a otro lugar, donde sentí calor y la presencia de muchas personas. El tiempo pasaba. Solo podía respirar y pensar, pero no sentía miedo ni pena. Nada.
El clima cambiaba: frío, calor, manos que me mudaban la ropa… Hasta que, poco a poco, pude ver. Aún no hablaba ni me movía, pero vi que estaba en un sanatorio, solo, en una cama blanca, rodeado de enfermeros y otros pacientes. El olor era normal, pero era un sanatorio.
Una mañana, logré levantar un dedo. Luego la mano. Al final, todo el cuerpo. Empecé a caminar. Una tarde, me vi en un espejo y me quedé helado: frente a mí, un mono me miraba. Un hombre sin frente, con pelos blancos y sin dientes. Un despojo. No podía hablar. No hablé.
Una noche, logré salir a la calle sin que nadie me viera. No pasaba nadie. Oí las olas del mar. Llegué a la orilla y sentí la humedad en mis piernas, mis manos, mis huesos, mi cara… Avancé hasta que el agua me cubrió el pecho, y mi corazón comenzó a latir con fuerza.
Miré al cielo negro y escuché la voz del hombre alto, tras la bruma de espuma o nubes o lo que fuera, que vive un microsegundo más allá de la vida:
—Tu corazón… solo tienes tu corazón. Lo demás es ilusión. Siente lo que te queda y vive. Vive.
Sé respirar, pensé. Y los hombres de aquel lugar me dejaron para siempre en paz.
Seguí caminando hasta que el mar me cubrió por completo. Ya no respiraba, pero algo más sucedió: todo se volvió negro, y en esa oscuridad, volví a respirar.
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